El Desafío

Mario se despertó repentinamente, Luana no estaba a su lado en la cama. Preocupado, se levantó y fue a buscarla.   Estaba en la cocina cebando un mate.   Supo en seguida que había soñado la misma pesadilla una vez más.

“Otra vez?” preguntó   con suavidad, sentándose a la mesa.

Luana asintió con la cabeza, sus mejillas estaban mojadas con las lágrimas que todavía llenaban sus ojos. “Sí” susurró. “La misma.”

Ya hacía dos meses que ella tenía repetidamente el mismo sueño; que corría, que era de noche, que le seguían perros y que estaba llorando, acosada por terror y por un sentimiento de culpa insoportable. Ya le costaba dormir por temor a soñar.

Hacía cuatro años que se habían casado. Los dos hijos de Mario vivían con la madre. Luana no podía tener hijos, razón por la cual se había divorciado de su primer marido.

Mario dio un gran suspiro y dijo con firmeza, “Así no podés seguir, mi amor, creo que deberíamos tomarnos unos días y alejarnos de Buenos Aires. ¿Qué te parece?”

“Estuve pensando lo mismo, Mario,” Luana respondió. “Pero no quiero ir sola.”

“De acuerdo, pediré unos días de licencia, a mí también me hará bien.”

Luana se secó los ojos, llenó el mate y se lo pasó a Mario. “Eugenia me comentó que el hermano de su compañera de trabajo tiene una Hostería en Los Cocos, en Córdoba. Se llama Las Mil Estrellas. Eugenia estuvo allí un par de días con su marido y dice que es un lugar simple pero hermoso. Parece raro pero tengo muchas ganas de ir ahí, tengo un sentimiento de urgencia, no sé por qué.”

Mario sonrió, extendió las manos y tomó las de Luana en las suyas. “Allí iremos,” exclamó. “Mañana mismo arreglaré todo, ¿te parece bien?”

Abrazados volvieron a la cama.

 

Partieron el Sábado por la mañana temprano. Mario puso un CD con música, y acompañó las canciones canturreando con alegre entusiasmo, feliz al escuchar el zumbar del motor y sentir el fluido poder del Fiat bajo las manos. Luana se relajó lentamente, el nudo en su corazón se fue disolviendo y comenzó a disfrutar el campo que se extendía hacia el horizonte a cada lado de la ruta, y el ancho cielo envolviéndolo todo.

Las Mil Estrellas resultó ser un edificio viejo con una hilera de dormitorios, un comedor grande, y un bar. En el amplio jardín había también varias cabañas entre los   viejos árboles. Habían alquilado una de éstas y Jorge Giles, el dueño, los acompañó, les entregó la llave y se fijó que todo estuviera ordenado.

“La cena se sirve a las ocho y media,” aclaró. “Si desean almorzar, por favor avisen-nos antes de salir por la mañana. Aquí tienen todo lo que necesitarán para el desayuno.”

Les indicó cómo funcionaba el hornito eléctrico, el anafe encima de la heladera y les mostró la vajilla y los insumos en el placar debajo de la pileta. Luego ayudó a Mario a entrar las valijas.

Luana se tiró en uno de los sillones cerca de la ventana y estiró los brazos.

“Ay, Mario,” exclamó. “Esta fue una decisión maravillosa. Ya me siento mucho mejor. Con más energía, luego me gustaría explorar el jardín.”

Profundamente aliviado, Mario la besó y se fue a duchar.

El predio, cuando salieron a explorarlo, era mucho más grande de lo que parecía. Encontraron una pileta de natación, una cancha de tenis, un lugar de juegos para niños, y pasando un cerco alto, una huerta.   Un señor de alrededor de ochenta años estaba regando. Cuando se acercaron se presentó con un jovial saludo agitando la manguera.

“Buenas tardes, soy Julio Fenton, vivo en la Hostería desde que mi mujer murió, y me dedico a la huerta, mi hobby y mi pasión. Miren estos repollos, son una maravilla. Hay un jardinero que hace el trabajo pesado por supuesto, pero yo riego y dirijo ¿Así que están de paseo por estos lares?”

“Una semanita,” aclaró Mario. “Acabamos de llegar.

Pasaron unos minutos charlando y cuando se despidieron el Sr. Fenton elevó el bastón que tenía en la otra mano. “Hasta luego,” dijo. “Que disfruten. Ah, el bar abre a las siete y media,” agregó con un guiño.

A las ocho menos cuarto decidieron ir al bar y allí encontraron al Sr. Fenton, sentado en uno de los bancos altos, charlando con Jorge Giles y acariciando un vaso de whisky con soda.

“Y ¿Qué tal?” preguntó Jorge. “Vi que estaban explorando el jardín y los alrededores.   ¿Qué les parece Las Mil Estrellas?”

“Me encanta,” dijo Luana. “Cuando me comentaron acerca de esta Hostería sentí una necesidad de venir a conocerla, ¿no es cierto Mario?”

“Karma,” declaró el Sr. Fenton.

“¿Y eso?” preguntó Luana intrigada.

“El destino,” aclaró Jorge. “Don Julio cree en la re-encarnación. ¿Qué les sirvo Señor?”

“ ¿Cómo? ¿Usted cree que volvemos a encarnar en la tierra después de la muerte?” Luana preguntó incrédula.

“Efectivamente señora.”

“Pero eso es lo que creen los Budistas.”

“Efectivamente, y millones de personas más, incluyendo los cristianos.”

“A mí siempre me intrigó la idea,” comentó Mario. “Suena lógico tener muchas oportunidades de cumplir con nuestros destinos y no una sola vez.”

“A mí me parece que una vida basta y sobra. No desearía volver jamás, que pesado tener que comenzar todo de vuelta!”   Luana sostuvo, riendo.

“El destino es nuestro camino, el camino que nosotros mismos forjamos. Cada acto, cada pensamiento crea un posible futuro, depende de nosotros cual de aquellos futuros que hemos creado vamos a elegir.” precisó Don Fenton

“¡Que complicado! ¿Y cómo vamos a poder elegir nuestro futuro?”

“Podemos pedir ayuda a nuestro ángel de la guarda antes de dormir, que por supuesto   ya conoce los distintos futuros que hemos creado durante el día.”

“ Ah, Señor Fenton, lo que Usted plantea me parece insólito. Puede ser que yo esté creando varios posibles futuros con mis actos, pero que mi ángel pueda elegir el que más me conviene, si le entendí bien, me parece un poco … bueno … ¡no sé qué decir!” Luana meneó la cabeza.

“Usted no cree en los ángeles, ¿no es cierto?”

“En realidad, no, no creo en ellos.”

“Creo que mi señora me está haciendo señas de que la cena está lista,” sonrió Jorge, juntando los vasos vacíos y sus huéspedes se pusieron de pie y se trasladaron al comedor mientras seguían conversando sobre el tema de los ángeles.

Mario observó a Luana, notando su animación. Se maravilló por el cambio en su estado anímico, de una persona triste, callada y angustiada se había convertido en la Luana con quien se había casado hacía cuatro años, la Luana risueña con los ojos chispeantes.

¿En cuántas vidas pasadas nos habremos conocido? – se preguntó, intrigado por la idea. – Varias quizás, algunas veces como hombres algunas como mujeres, algunas como hermanos o amantes o quizá hasta enemigos.

Durante la cena precisó sus ideas y Luana bromeó con ternura, terminaron inventando pasados insólitos y riendo a carcajadas. Don Fenton se divirtió observándolos, satisfecho de que la idea de varias vidas pasadas, por más que hicieran chistes acerca de ellas, había caído en tierra fértil.

– Por algo me casé con Luana, – Mario pensó   mientras caminaban, tomados de la mano, hacia la cabaña. El cielo parecía un glorioso cúmulo de luces destellando desde las infinidades de la obscuridad, el aire fresco y puro les llenaba los pulmones. Sonriendo, Mario sentía que esta vacación, en cierto modo robada del transcurso de sus vidas normales,   era en realidad algo de una trascendencia importantísima.

El día siguiente amaneció fresco y límpido, Mario, siempre madrugador, se levantó a las siete y fue a pasear por el jardín. Luana lo vio salir pero se hizo la dormida. Tenía un fuerte dolor de cabeza y había soñado una vez más la pesadilla que tanto la perturbaba. Pudo controlar su angustia, tranquilizada por el silencio de la noche y la luz plateada de la luna que iluminaba suavemente el ambiente, pero no durmió más, por miedo a soñar de nuevo.

Acostada en la cama una vez que Mario se había ido, comenzó a preguntarse por qué le acosaba la pesadilla con tanta frecuencia. ¿Era posible que tuviera algo que ver con alguna supuesta vida anterior? Su psicóloga   sugería que podía estar relacionado con el no poder tener hijos, pero Luana estaba segura de que esa no era la razón. Tenía treinta y seis años, una muy buena relación con los hijos de Mario quienes ya tenían ocho y once años, ¿por qué, de repente, había comenzado   a tener esta pesadilla tan intensa, más colmada de terror y culpa?   Repasar los libros que había leído y las películas que había visto no aportaba nada, pero durante los últimos tres meses la pesadilla volvía, sin alteraciones, una y otra vez.

Con un suspiro, Luana se levantó, tomó una aspirina, y se vistió lentamente.   Preparó el desayuno, agregando unas fresias que florecían en el cantero frente a la cabaña.

Cuando Mariano volvió la notó aplacada y triste. Trató de animarla, comentando su encuentro con Don Fenton en la huerta y describiendo la belleza de los frutales en el huerto.

“Están todos en flor,” dijo con entusiasmo. “Realmente este lugar es un paraíso. Hay también un gallinero y además dos caballos!!”

Luana lo escuchó sonriente, tranquilizada por su presencia y por los trinos de los pájaros en los árboles y arbustos que rodeaban la cabaña.

Decidieron subir al Mástil; se trataba de una caminata bastante ardua, pero, según Amalia la mujer de Jorge, valía la pena. Caminaron a un buen ritmo hasta la Iglesia donde comenzaba el sendero hacia el Mástil. El sendero serpenteaba entre las rocas y las matas de pasto cortadera. Muy pronto el valle se distinguió entre las copas de los árboles y se desplegó a sus pies en largos jirones de colores ondulantes. Ocres, azules, violáceos, eran colores suaves, matizados por la distancia y la atmósfera. La casa, las cabañas de Las Mil Estrellas y el pueblo de Los Cocos parecían juguetes desparramados entre jardines y árboles. La columna vertebral de las Sierras Grandes en la distancia lejana, al otro lado del Valle de Punilla, formaba un suave y variado horizonte. El cielo era celeste, apenas espolvoreado por una gaza de nubes. El sol brillaba, fuerte y caluroso.

Se sacaron los pulóveres y siguieron subiendo. El sendero se hizo más angosto y empinado, el perfume de peperina y otras hierbas era tan fuerte que mareaba. Por todos lados pequeñas zinnias salvajes formaban valientes alfombras de colores esfumados, desafiando la sequedad de la tierra.

Llegaron a un espacio abierto donde se veían rastros de picnics, fuego y los inevitables indicios de la presencia humana. Luana sintió como un golpe fuerte que la detenía, su corazón comenzó a latir con fuerza y respiraba con dificultad. No queriendo asustar a Mario se agachó disimuladamente a juntar unas zinnias.

Cuando pudo hablar dijo, “Creo que me quedaré a descansar un ratito, Mario, ¿no te molesta? Siento que me falta un poco el aire. Será la altura a la que no estoy acostumbrada.”

Preocupado, Mario se agachó a su lado. “¿Estás bien?” preguntó “¿Querés que volvamos?”

“No, querido, realmente estoy bien, solo deseo quedarme aquí tranquila por un ratito. Andá a explorar, por ahí hay un lugar aun mejor que este. Dale.”

Mario se puso de pie, ayudó a Luana a levantarse y a sentarse en una roca a un costado del claro, y la observó por unos momentos. “¿En serio que estás bien?”   preguntó una vez más, indeciso.

Luana sonriendo asintió con la cabeza. Deseaba que se fuera, porque un sentimiento de profunda angustia le estaba invadiendo.

“Pero sí, hombre,” logró decir con tono firme. “Andá no más.”

“Bueno, exploraré por acá cerca, cualquier cosa me llamás ¿estamos?”

“Dale.”

Mario desapareció por el sendero y Luana trató de relajarse, respirando hondo y concentrándose en el susurro de la briza en los pastos y los silbidos de los pájaros.   De repente una perra apareció en el claro. Luana se puso de pié de un salto y quedó rígida de terror, incapaz de gritar ni de pronunciar un solo sonido. La perra dio un pequeño gimoteo y desapareció nuevamente detrás de una mata de pastos cortaderas. Temblando, tensa, acuciada por una incontrolable necesidad de seguir a la perra a pesar de su miedo, Luana se acercó al lugar donde se había vuelto.  En ese momento lo escuchó, el llanto casi inaudible pero indiscutible de una criatura humana. Tropezando, rodeó la mata y se quedó parada, inmóvil, observando con ojos desorbitados a la perra que la miraba como suplicándole. Estaba acostada casi encima de una beba desnuda, cuyo cuerpito, en posición de feto, era desesperadamente deformado. Su corazón latía contra las costillas y respiraba con laboriosa irregularidad.. Con un grito Luana cayó de rodillas cubriendose la cara con las manos. En ese instante la pesadilla pasó como un relámpago por su mente, y sabía sin una sola duda por qué corría, por qué su terror y, con aguda claridad, el por qué de su profundo sentimiento de culpa.   Comenzó a llorar con desesperación.

Mario apareció corriendo y la tomó en sus brazos. “Luana, estoy aquí, tranquilizate,” imploró. “No llores, Luana querida ¿qué pasó?   ¿qué…..?” Se dio vuelta y vio a la criatura, y a la perra rodeándola con su cuerpo, mirándolos con ojos suplicantes.

Un torrente de imágenes y pensamientos fluyeron por su mente y un enorme grito silencioso – No, esto no, jamás – llenó su alma. Se dio cuenta en ese momento de que su vida había cambiado totalmente.

Luana se deslizó de su abrazo y se acercó a la criatura y a la perra, extendiendo la mano lentamente.   La perra movió la cola y dejó que Luana la acariciara, luego con gran ternura Luana levantó a la beba en brazos y   la envolvió en su pulóver. Mario observó todo el proceso como si fuera en cámara lenta, mientras su alma seguía gritando NO.

Luana lo miró con una expresión de profunda angustia.

“Ahora comprendo mi pesadilla,” dijo. “Habrá sido en otra vida hace cientos de años, estaba escapando de los lobos. Parece que era una sierva, tenía unos quince años, había parido un bebé deforme. Mi ropa estaba ensangrentada, la mujer con quien estuve me dijo ‘tíralo, es deforme, no va a vivir. Tíralo ya, es la única manera de que podamos escapar con vida.’   Y lo tiré, tiré a mi bebé recién nacido detrás de un arbusto. Cuando miré para atrás los lobos estaban allí. Me acuerdo de todo Mario. De todo.”

Se quedaron sentados en el pasto en silencio por un largo rato. Al final Luana dijo en voz baja, “Tengo que hacerme cargo de esta criatura, Mario. ¿Te das cuenta?”

Mario, empuñó las manos con fuerza para no gritar – ¿Estás loca mujer? Que todo parece encajar no significa nada. Esa beba tiene una madre y un padre. Son ellos quienes deben hacerse cargo, no nosotros. Tus sueños eran sueños, estos recuerdos un invento tuyo, algo que leistes, o escuchastes cuando eras jovencita. No tenemos que hacernos cargo de nada ni de nadie. Hay lugares donde las criaturas como estas son cuidadas. No me opongo a pagar un sitio de esos, pero hacernos cargo … a esta altura de la vida …

Con un movimiento brusco se puso de pie y dijo, “Volvamos. Debemos descubrir quién fue la que la dejó aquí anoche. Tiene que tener familia. Nada pasa desapercibido en un pueblo.”

Ayudó a Luana levantarse, y con amargo cuidado bajó por el sendero lentamente, asistiéndola en los lugares más empinados.   La perra los acompañó, trotando al lado de Luana con aire protector. Parecía que tardaban horas en llegar a la cabaña pero una vez allí, se sentaron a decidir los próximos pasos.

Optaron por consultar a Amalia. La mujer vino casi corriendo cuando la llamaron por el teléfono interno.   Horrorizada por la condición de la beba, su cuerpo deforme y cómo la encontraron, sugirió que llamaran al Dr. Udaondo, un médico excelente y sabio

“Tengo una mamadera en casa,” agregó. “Mandaré a Jorge a comprar leche ya.”

Mario la acompañó hasta la casa principal donde llamó al médico mientras ella buscó la mamadera, agua hervida, unos indumentos y volvió a toda prisa a la cabaña.   El médico llegó a los veinte minutos.   Después de examinar a la criatura con sumo cuidado trató de convencerlos de que la llevaran a Córdoba para internarla en una clínica especializada. Luana no estaba de acuerdo.

“Necesita calor humano,” insistió con vehemencia. “Estoy segura de que por más débil que parezca, lo que necesita más que nada, es calor humano y amor.”

Jorge llegó con tres distintos tipos de leche para infantes, el Doctor eligió el más indicado, y preparó una lista de remedios mientras deliberaba con Jorge y Amalia acerca de la posible madre de la nena. Ninguno de los tres logró llegar a una conclusión acerca de quién podría ser la madre ya que nadie en el vecindario estaba por parir en esos días.

“Tiene que haber sido alguien de La Falda o de Capilla del Monte,” concluyó el Doctor. “Habrá venido en coche muy a la madrugada.   Si le hicieron una ecografía ya sabía que la criatura estaba deformada.”

“Me pregunto qué tipo de mujer será capaz de hacer semejante cosa,” sostuvo Amalia,

– ¿Cuando nació, le parece? – preguntó Mario

“Y, ayer a lo sumo,” respondió el Dr. Udaondo.

“Si estás pensando en buscar la madre por medio de las ecografías, Mario, por favor no lo intentes” – exclamó Luana.

Mario hizo un pequeño gesto con la mano y salió de la habitación.

“Seguro que no sabía y que cuando la vio tomó la decisión de deshacerse de ella.” dijo Jorge.

“Y la perra ¿de quién es?” preguntó Amalia. “Mirá como cuidó a la pequeña con el calor de su cuerpo, por lo que cuentan ustedes.”

“Si.” dijo Luana. “Salió a llamarme y volvió enseguida a cuidarla.”

Fue Mario junto con el Dr Udaondo a la Policía a denunciar el acontecimiento y asegurar que Luana y Mario se harían cargo de la criatura hasta que la madre fuera encontrada. Una amiga de Amalia les prestó un cochecito, otras trajeron pañales y ropa, Los Cocos zumbaba con las noticias tan insólitas, pero nadie pudo nombrar una posible madre. Luana estaba absorta con la beba y Mario contemplaba descorazonado un futuro dedicado por completo a las necesidades de la criatura, con los sentimientos de rechazo y culpa luchando en su alma.

Trató de entender el sentimiento de culpa que se había grabado tan profundamente en el alma de Luana, si en serio su alucinación era el recuerdo de una vida pasada.

“Tenemos que bautizarla, me vino el nombre Solveig, significa Camino del Sol,” declaró Luana el día siguiente. “Te gusta?”

Mariano la contempló por unos momentos, luego decidió romper un poco la cortina que se estaba formando entre Luana y él.

“No, en realidad me parece más lindo llamarla simplemente Sol.”

Fue bautizada Sol esa misma tarde, Amalia quiso ser la madrina y Mario le pidió a Don Julio Fenton que aceptara ser el padrino.

“Soy demasiado viejo,” objetó, pero Mario y Luana insistieron.

Durante los días siguientes apenas vio a Luana. Salía a caminar solo, combatiendo la esperanza de que Sol muriera y que todo volviera a ser como era antes. Pero la pequeña Sol, cada día respiraba mejor, y el Dr. Udaondo quedó asombrado por su progreso.

“Mario,”   Luana declaró una tarde. “Lo que me llena de fuerza y humildad es la forma en que has asumido ayudarme a hacerme cargo de Sol. Tiene que ser difícil hacerlo, podrías haber rehusado rotundamente, realmente te agradezco tanto…”

“¿Y crear así más Karma para otra vida? ¿Mostrarme a mí mismo que soy hipócrita, incapaz de aceptar lo que el destino nos ha otorgado? ¡No gracias!” respondió Mario, riéndose.

Eran palabras valerosas, pero Mario sabía que en realidad no eran verdaderas.   Desconsolado salió a caminar por el jardín, sintiéndose un mentiroso desgraciado y con ganas de llorar. ¿De qué servía creer en la reencarnación, y rechazar lo que el destino concedía porque no le convenía? ¿Qué tipo de persona era él, deseando que la criatura muriera y fingiendo que la aceptaba amorosamente?

Encontró a Don Fenton admirando unos lirios floreciendo, algunos celestes, otros amarillos, otros casi marrones.

“Son espléndidos, le felicito,” dijo, deteniéndose al lado del anciano.

“Felicite a Dios, m’hijo, es todo obra de Él.”

“Mmm. Todo obra de Él,” – repitió Mario con un suspiro.

“Es difícil, ¿no? Es como cambiar de caballo a mitad del río. Un día el marido adorado, al siguiente, mero padre de una hija adorada, y más, sin los nueve meses que uno tiene normalmente para ir acostumbrándose a la idea.”

“Tampoco es hija mía,” Mario respondió pesadamente. “Es muy posible que la nena sea mentalmente discapacitada también.”

Siguieron caminando juntos hasta llegar a un banco donde se sentaron.

“Aquí podemos hablar tranquilamente sin que nadie nos interrumpa,” dijo Don Fenton.

Después de un largo silencio Mario exclamó con vehemencia “¡No lo soporto! No lo voy a poder aguantar, a pesar de todo.   Sólo deseo que la criatura muera, soy un desgraciado. La amo a Luana, me casé con ella, no quiero compartirla con nadie, y mucho menos con un ser deforme, feo, probablemente discapacitado. No deseo quedarme y no puedo irme. Me siento en una cárcel cuya llave se ha perdido. La única respuesta parece ser emborracharme y mantenerme borracho de aquí en más. Mi sentimiento de culpa y mi rechazo de esta situación me están matando. Quiero tener paz, viajar, gozar de mi mujer y de una vida tranquila. Ya tengo dos hijos, ¡no quiero una hija discapacitada!”

Se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar con incontenibles sollozos que le sacudían todo el cuerpo. Don Fenton no dijo nada. Ninguna palabra suya podía ayudar en esos momentos, sólo, quizá, su presencia compasiva y tranquila, y sus oraciones.

Cuando Mario pudo controlarse, se secó las lágrimas, se sonó la nariz, estiró las piernas y se pasó los dedos por el cabello. Mirando al cielo, dijo. “Karma, destino, que fácil pronunciar aquellas palabras, que difícil aceptar y cumplir.”

“Se me ocurrió,” murmuró Don Fenton, “que quizá vos fuiste el bebé que Luana abandonó.   Es una posibilidad. Si lo ves así, todo lo que hace por Sol, lo hace por vos también. Por algo se conocieron y se casaron.”

Mario se sentó en posición recta de golpe, mirando a Don Fenton con ojos llenos de asombro.

“¿Te parece?” balbuceó.

“No soy ningún mago,” respondió Don Fenton. “Pero me parece factible. Hasta la perra de algún modo realizó la expiación de los lobos al proteger y cuidar a la beba hasta que aparecieron ustedes.”

“Y en ese caso Sol no sería la misma que fue abandonada y que ha reencarnado justo ahora …”

“Tampoco.”

“Yo … el abandonado … mi Dios … me conmociona la sola idea.”

En eso se oyó la voz de Luana llamando “Mario …   Mario …”

“Me llama Luana,” dijo Mario poniéndose de pié. “Gracias Don Fenton. Me siento mejor, aliviado. Aunque fuera así o no, la idea me ayuda mucho. Es un punto de vista que cambia todo. Por favor, rece por mí, la vida puede ser muy pesada a veces, ¿no?”

Con pasos largos se alejó de Don Fenton, en busca de su destino y de la prueba más grande que jamás había tenido que enfrentar. En la puerta de la cabaña encontró a la perra acostada. Antes de entrar se agachó y la acarició. “Gracias a vos también,” susurró, “De ahora en más serás parte de nuestra familia.”

Don Julio Fenton quedó sentado en el banco, sumido en sus pensamientos. – ¿Y cuál habrá sido su rol en este drama que se estaba desarrollando alrededor suyo? – se preguntaba – Era padrino de la criatura, ¿también él había jugado algún papel relacionado con las pesadillas de Luana?

No había forma de saber. Se podían hilar tantas fantasías si uno quería. Pero que Luana, la nena y Mario estaban ligados de alguna manera era indiscutible. Sintiendo una agradable sensación de paz, se levantó y fue a regar las verduras en la huerta.

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